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Al día siguiente del nacimiento de la Purísima Virgen María, la Iglesia conmemora el día de sus padres — justos Joaquín y Ana. Joaquín provenía del rey David. Muchos descendientes de David vivían con la esperanza de que en la familia iba a nacer el Mesías, porque Dios le prometió a David que en su generación iba a nacer el Salvador del mundo. Ana descendía por parte de padre del sacerdote Aarón y por parte de madre del ramal de Judas. Los esposos pasaron toda su vida en la ciudad de Galilea , Nazareth. Sobresalían por su vida virtuosa y buenas obras. Su mayor pena era la falta de hijos.. Sin embargo como lo dicen las profecías, Joaquín llevó sus ofrendas al templo de Jerusalén, pero el sumo pontífice se negó a recibirlo, acusando la ley, que no permite recibir ofrendas de personas que no dejasen descendencia en Israel. Muy duro fue soportar en el templo esta ofensa a los esposos, donde esperaban encontrar alivio para sus penas. Pero ellos a pesar de su edad madura, sin rencor continuaban pidiendo a Dios, hacer un milagro y enviarles un niño.

Al fin el Señor oyó sus oraciones y envió al arcángel Gabriel para avisar a Ana que ella iba a concebir un niño. Y realmente prontamente Ana concibió y nació una niña. Alegrándose los padres La llamaron María. De esta forma el generoso Dios gratificó la fe y paciencia de los esposos y les dio una Hija, quien trajo la bendición a todo el género humano! Tres años educaron en su casa a su Hija, cumpliendo la promesa de ofrecerla a Dios, la enviaron al templo de Jerusalén. Allí había un orfanato para niños huérfanos, quedando María allí para vivir y estudiar. Prontamente Joaquín falleció a los 80 años, Ana comenzó a habitar cerca del templo y así visitaba a su Hija durante unos dos años. Como antepasados humanos de Nuestro, Señor Jesucristo, los beatos Joaquín y Ana, «Padres del Señor» (Datos sobre Joaquín y Ana se conservan en evangelios apócrifos del siglo II y III y en la tradición de la iglesia.).

Tropario: Siendo bienaventurados, justos fueron, niña bienaventurada naciere de Joaquín y Ana. Con ello hoy nos resplandecemos, festejando con alegría, en la iglesia de Dios, su bendito recuerdo, elevando nuestro destino salvador de la casa de David, bendiciendo a Dios.

 9/22 de septiembre: Conmemoración del Tercer Concilio Ecuménico

«Los Concilios Ecuménicos», escribe san Nicolás Velimirović, «son los grandes duelos entre la Ortodoxia y los herejes». Hoy recordamos uno de estos triunfos de nuestra Santa Fe; he aquí una sinopsis de los eventos del Concilio escrita por el mismo san Nicolás, tomada del Prólogo de Ohrid: Este Concilio se reunió en Éfeso en el año 431 d. C., en tiempos del Emperador Teodosio el Joven. Doscientos padres asistieron al mismo. El Concilio condenó a Nestorio, el Patriarca de Constantinopla, por su doctrina herética sobre la Santísima Virgen María y sobre el nacimiento del Señor. Nestorio se negaba referirse a la Santa Virgen como Madre de Dios, sino que la llamaba sólo Madre de Cristo. Los santos padres, al condernar la herejía de Nestorio, confirmaron que la Santa Virgen debe ser llamada Madre de Dios. Además de esto, se confirmaron las decisiones de los dos primeros Concilios Ecuménicos, especialmente el Credo Niceno-Constantinopolitano, y se ordenó que nadie podía añadir o quitar nada de este Credo. En la Iglesia confesamos la perfecta e indivisible unidad sin confusión de las naturalezas divina y humana en la única persona de nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo. Esto es mucho mas que un simple juego de palabras, pues en verdad este es el corazón del misterio de nuestra salvación. Si el Señor podía dividirse en una «persona» humana (Jesús) y una «persona» divina (el Hijo de Dios), como enseñaba Nestorio, entonces no tenemos esperanza, ya que Cristo murió y resucitó sólo como ser humano, y no como Dios-hombre. Al decir que la Virgen es «Madre de Dios», confesamos que Aquel que nació de ella lo hizo siendo «verdadero Dios y verdadero hombre», y por lo tanto, lo mismo es cierto de su muerte y resurrección. Y como dijo San Atanasio de Alejandría, «Dios se hizo hombre para que el hombre pueda ser hecho divino». ¡Bendito sea Cristo nuestro Dios, que mediante su encarnación nos hace «participantes de la naturaleza divina»! (cfr. II Pedro 1:4)

14/27 de septiembre: La Exaltación de la Preciosa y Vivificante Cruz

Tomado de un sermón de san Juan de Shanghai y San Francisco

Antes del tiempo de Cristo, la cruz era un instrumento de castigo que provocaba temor y aversión; pero después de la muerte de Cristo en la Cruz se convirtió en el instrumento de nuestra salvación. Por la Cruz Cristo destruyó al diablo; desde la Cruz Él descendió al hades, y librando a los que allí languidecían, los llevó al Reino de los Cielos. La señal de la Cruz aterroriza a demonios, y como señal de Cristo es honorada por los cristianos. La Iglesia Ortodoxa celebra solemnemente el hallazgo de la Cruz del Salvador. En este y otros días dedicados a la Santa Cruz, pedimos a Dios que conceda Su misericordia no sólo a personas individuales, sino también a toda la cristiandad, a la Iglesia entera. Esto es bien expresado por el tropario a la Cruz del Señor, compuesto en el siglo VIII por San Cosme de Maiuma (amigo de San Juan Damasceno), quien escribió el servicio de la Exaltación de la Cruz del Señor. «Señor, salva a tu pueblo y bendice tu heredad, concediendo victorias a los piadosos sobre sus adversarios, y guardando mediante tu Cruz a tu comunidad» (Tropario de la Fiesta). El comienzo de esta oración se toma del Salmo 27. En el Antiguo Testamento, la palabra «pueblo» designaba sólo a los que confesaban la fe verdadera, el pueblo fiel a Dios. La «heredad» se refería a todo lo que pertenece a Dios, la propiedad de Dios, que en el Nuevo Testamento es la Iglesia de Cristo. Al orar por la salvación del pueblo de Dios de tormentos eternos y de calamidades terrenales, imploramos al Señor que bendiga, que envíe gracia y Sus buenos dones sobre la Iglesia entera, y que la fortalezca interiormente.

La petición por «victoria para los piadosos» está basada en el Salmo 143, versículo 10, y recuerda las victorias que el Rey David logró por el poder de Dios. La Iglesia, interiormente fortalecida por la gracia de Dios y protegida exteriormente, es para los cristianos ortodoxos «la ciudad de Dios», la comunidad de Dios, su pueblo, donde el camino a la Jerusalén celestial tiene su principio. Varias calamidades han sacudido al mundo, pueblos enteros han desaparecido, ciudades y estados han perecido; pero la Iglesia, a pesar de persecuciones e incluso de conflictos internos, permanece invencible, pues «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (cfr. San Mateo 16:18).

Hoy, cuándo los líderes de mundo tratan en vano establecer la orden en la tierra, el único instrumento de paz confiable es aquel del que canta la Iglesia: «La Cruz es el guardián del mundo entero; la Cruz es la belleza de la Iglesia, la Cruz es el poder de los reyes; la Cruz es la confirmación de los fieles, la Cruz es la gloria de ángeles y la herida de los demonios» (Exapostilario de la Exaltación de la Cruz).

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